lunes, 2 de marzo de 2009

Un relato que debió titularse "para tí" pero que se llama otra cosa

Cuatro de la tarde; tengo todo listo para partir hacia Pamela. Después de recontar todos mis quehaceres me doy cuenta que lo único que me falta, es recoger la ropa de la lavandería. Llego allí casi corriendo sólo para darme cuenta que olvidé el recibo. Mi falta de aliento no habla a mi favor. La tipa que atiende me mira desconfiada, me pide todos mis datos, e incluso me hace firmar un papel mientras yo pienso “tanto lío por un montón de ropa que no es ni mía ni suya”; en fin… no voy a desalentarme antes de comenzar la empresa.

En realidad, todo salió al revés desde que olvidé el teléfono de la hermana de Pamela (el mundo se divide en tres partes: los parientes de Pamela, los amigos de Pamela y los que Pamela no conoce). Ni modo, tuve que volver a mi casa a conseguir el famoso número y de vuelta al camino. Me sentía feliz, decenas de imágenes felices me acompañaron hasta mi arribo al micro. Antes, una parada, no podía llegar con las manos vacías, había tantas cosas que pasaron entre el día que ella se fue y el día domingo, cuando volvió; cosas que no pude decirle y cosas, como preguntas, que me urgía hacerle.
Lo recuerdo bien, la hermana me dijo: toma el micro que va hacia el barrio minero y Pamela me dijo: cuidado con que tomes el micro que va hacia Quillacollo. Yo obediente pregunté tres veces, a tres personas diferentes, antes de subirme: “¿Va al barrio minero? ¿Me deja en la parada antigua?”. Esos zoquetes fueron cómplices de mi posterior ruina.

Aguanté el sol en mi cara, los codazos de mi anciano vecino, las miradas lujuriosas del chofer, los gestos del retrasado niño que iba delante de mí, mi vejiga llena, todo. Ni siquiera me enojé cuando el automóvil se paró media hora a esperar pasajeros, más bien aproveché el receso para hacer una descarga (si, alivio). Me tragué todo el tráfico de la cancha ocupada en pensar las mejores palabras que resuman mis emociones para decírselas. Realmente nada importaba ahora que, después de tres años, por fin nos veríamos cara a cara.
Como el trayecto se alargó más de lo esperado mandé, por sms, mi primera señal de auxilio: “estoy en el cerro de San Miguel ¿me falta mucho para llegar?”. Nunca recibí respuesta y no me angustié en lo más mínimo; me acomodé en el asiento y seguí divagando.

Mi preocupación renació cuando vi que el sol estaba del otro lado y por un largo techo ya habíamos dejado el asfalto. El paisaje era tan distinto al que yo estaba acostumbrada, conocía esta realidad hecha de pobreza y desolación pero me esforzaba en ignorarla, ni siquiera ese remedo de conmoción azuzó mis expectativas. Yo estaba llegando a Pamela y sólo en eso pensaba.
Cuando la cosa se puso más negra (grandes espacios deshabitados, arboleda tupida, tierra por doquier) realmente me alarmé. Consulté con el único pasajero y me remitió con el conductor, éste, en vez ayudarme me confundió más, porque mientras más insistía yo en que me deje en la parada antigua, más se empeñaba en mencionarme todas las ex paradas; yo trataba de ahogar su voz en mis oídos, procuraba recordar palabra por palabra las indicaciones de la hermana y las cotejaba con el lugar dónde me encontraba, nada encajaba.

Hora de tomar de tomar resoluciones: tomé mi móvil, llamé al celular de la hermana; suena que te suena; no hay respuesta; intento de nuevo; mensaje de alerta: batería descargada, el principio del fin; llamo de nuevo y el teléfono se tira, osea, se apaga; lo prendo invocando a todos los santos, desde San Gabriel hasta al Ekeko, se prende dos segundo y se vuelve a tirar. No hay tiempo para dubitaciones, cada vez me alejo más de la ciudad; entonces, literalmente, le imploro al chofer que me preste su celular: él, convenientemente –claro-, no lo trajo ese día. Convenzo al otro pasajero para que me preste el suyo, “no tengo” me dice, su mala voluntad no me detiene y le digo que yo cambiaré mi chip con el suyo. Cambio el asunto a todo chancho y llamo, suena una, dos, tres veces y la llamada se corta, la señal de mi respetable compañía telefónica, no llega hasta ahí. En estos momentos, mi consternación ha alcanzado tal punto que no consigo pronunciar ni siquiera groserías. No se explicarme ante los testigos, estoy atónica y paralizada, no tengo dinero, no tengo idea de dónde me encuentro y no hay nadie que pueda ayudarme.

Me bajo. Me bajo sin dar explicaciones y dejando la impresión de ser una loca. Camino, cuatro o cinco cuadras y me topo con una tiendita de barrio, las más ínfima y triste y la más esperanzadora que yo haya visto. Llamo, contesta la hermana y me avisa, de lo más tranquila, que he tomado el micro correcto en la dirección equivocada. Entonces no puedo contenerme más y le grito al mundo lo que pienso de él.

Estas son las cosas que me hacen odiar mi vida, Pame.

Subo al micro de vuelta y mascullo en mi interior toda mi impotencia, todo el camino. La hora y media de camino. Todo el espacio que recorro para llegar a tu casa. Pienso una y otra vez que lo primero que voy a decirte es que las cosas que me pasan son las que me hace odiar al mundo; y cuando llego… no estás en tu casa, si no afuera, dejando por primera vez en tres años que los mosquitos se sirvan de ti, en esos shorts anchísimos que tu hermano te prestó y que seguro piensas que son lo más cómodo de tu vestuario. No quiero que me veas pero lo haces, tu hermana, esa persona que pertenece a la parte del mundo que son tus parientes, me llama con las manos, ¡ojalá tu me hubieras llamado con las manos, Pame! Y me alisto para nuestro primer contacto. Tú, lo haces mejor: pides a tus sobrinos que se vayan lejos y caminas hacia mí, sonriente y desafiante ¿Vas a golpearme? Realmente no espero menos pasión tuya; y sigues viniendo, es un eterno venir y escurrirte, yo sé esto con tanta certeza, como tu sabes que, mientras camino hacia ti, he hecho un profundo análisis a mis sentimientos y he descubierto –para mi sorpresa y alegría- que en esta payasada de vida, que en mi farsa particular, he encontrado a alguien que puedo llamar amiga.